RELATO: La aldea desierta
De repente, un nuevo sonido se añadió al estruendo de los truenos, el estallido de los rayos y el repiqueteo de la lluvia: el golpeteo de los cascos de un caballo galopando.
Por el camino apareció un gran corcel negro a todo galope. Su jinete era sin duda era un caballero, ya que vestía armadura completa y llevaba un gran escudo con una llameante cruz blanca en campo azul celeste y una espada larga a su costado izquierdo. Debía haber sido herido anteriormente porque estaba echado sobre su montura y su armadura y escudo estaban abollados. Únicamente los estribos impedían que cayera de su caballo. El animal siguió su loca carrera por el camino hasta que se paró repentinamente, haciendo que su jinete estuviera a punto de irse al suelo y que despertase debido a la brusca sacudida.
Cuando consiguió despejar su vista, el caballero vio un panorama muy extraño: ante él había una pequeña aldea completamente desierta. No se veía a nadie por las calles, ninguna luz salía de las ventanas de las casas y nada de humo surgía de sus chimeneas. Tampoco se oía el más mínimo ruido exceptuando los sonidos de la tormenta. Ni siquiera se veían o escuchaban los perros y otros animales que solían vagar por los pueblos abandonados en busca de despojos que comer. Pero lo más sorprendente era que, excepto por esa ausencia total de señales de vida, la aldea no parecía abandonada; al contrario, todos los edificios parecían construidos muy recientemente.
–Estás cansado y herido y necesitas darte un baño. Ven, sígueme–. Y a continuación se fue por una puerta lateral de la habitación. El caballero se sintió fascinado por aquella voz dulce, suave y sensual y la siguió por un pasillo hasta una puerta cerrada, sin poder apartar la vista de su exuberante melena que le llegaba hasta la estrecha cintura, de su trasero redondeado, erguido y de un tamaño perfecto y de sus esculturales piernas. Ella abrió la puerta y con un gesto le indicó que pasara mientras le decía con aquella encantadora voz:
–Báñate y te sentirás mucho mejor, cuando hayas terminado ponte las ropas que encontrarás y deja las tuyas aquí, deben estar heladas.
Cuando él hubo pasado, ella cerró y el hombre vio que se encontraba en un cuarto en el que había una gran bañera de agua caliente con varias hierbas en ella, una chimenea encendida que producía un humo de peculiar pero agradable olor y un taburete con ropas de color negro encima. El caballero se desnudó y se dio un baño muy largo y, mientras se vestía con lo que resultó ser una simple y cómoda túnica que le sentaba a la perfección, notó sorprendido que el cansancio y el dolor habían desaparecido por completo y que sus heridas habían cicatrizado. Inquieto, achacó esto a las hierbas de la bañera y a las que debían estar quemándose en la chimenea y cuando cayó en la cuenta de que las únicas que conocían plantas con tales propiedades eran las brujas, su inquietud se convirtió en miedo y decidió volver a ponerse sus ropas y armadura y salir de allí cuanto antes. Pero todavía no se había quitado la túnica, cuando la puerta se abrió y su anfitriona le dijo:
–Ven, acompáñame, te he preparado algo de comer para que termines de recuperar las fuerzas–. Al volver a escuchar su voz y ver su cuerpo, el hombre cayó fascinado de nuevo por ella, se olvidó en un instante de sus recelos y la siguió hasta la habitación anterior, donde había lista una espléndida cena de la que dio buena cuenta sin dejar de mirar a aquella mujer, que por su parte no probó bocado.
En cuanto hubo terminado de comer, ella se levantó y le guió de la mano hacia un dormitorio en el que sólo había una enorme cama y una mullida alfombra. El contacto de su suave mano le había excitado mucho, excitación que aumentó aún más cuando ella se quitó sensualmente el camisón mientras le miraba fijamente. Loco de deseo, él la estrechó entre sus brazos y la besó apasionadamente, llevándola a la cama mientras ella le quitaba la túnica. Una vez tumbados, se pusieron a hacer el amor con verdadera pasión, pero cuando él sintió que empezaba a llegar al éxtasis ocurrió algo muy extraño, en su mente comenzaron a formarse unas terribles imágenes que sustituyeron a las que veían sus ojos:
Una gran plaza repleta de gente e iluminada por cientos de antorchas se abría bajo el cielo nocturno. Y, justo en el centro, había un claro en el que, enterrado en un montón de leña seca y paja, se elevaba un poste de madera que tenía a una persona encadenada a él, cubierta con una túnica con capucha de color negro y a la que la gente de la plaza gritaba enfurecida y lanzaba desperdicios. A un lado del poste, había un grupo de frailes y delante de ellos un hombre con una armadura completa pero sin yelmo, una capa azul celeste con una llameante cruz blanca en ella y una antorcha en la mano. Entre el placer, la sorpresa y el miedo, el caballero reconoció el emblema de su familia en esa capa y el rostro de su padre en su portador. Repentinamente, su padre hizo callar a la muchedumbre y le dijo a la persona encadenada al poste:
–No te lo preguntaré otra vez, bruja. ¿Reniegas del diablo y de todas sus obras?– Acto seguido, la mujer levantó la cabeza dejando ver un rostro viejo y lleno de arrugas, cabellos blancos y unos ojos medio cerrados y respondió gritando:
–¡Maldito
seas y maldita sea toda tu descendencia! ¡Llegará el día de mi
venganza!– Al oír esto, su padre prendió con la antorcha la
hoguera que había bajo la anciana y se retiró unos pasos atrás. El
fuego se extendió rápidamente y pronto pasó al cuerpo de aquella
mujer, pero ella lo único que hizo fue romper a reír con carcajadas
estridentes y estremecedoras, ante el espanto de la gente reunida en
la plaza. Cuando las llamas estaban a punto de alcanzar su cabeza,
ella abrió de par en par unos grandes y hermosos ojos azules sin
dejar de reír y el hombre, aterrorizado, los reconoció como los de
la mujer con la que estaba acostado.
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