RELATO: La aldea desierta

Era una noche muy fría y oscura, incluso para el desapacible clima de la zona. La lluvia caía incesantemente desde hacía horas y en el solitario camino resguardado por hileras de grandes y oscuros árboles, los únicos sonidos que se oían eran los de la tormenta que se había desatado sobre aquel bosque.

De repente, un nuevo sonido se añadió al estruendo de los truenos, el estallido de los rayos y el repiqueteo de la lluvia: el golpeteo de los cascos de un caballo galopando.

Por el camino apareció un gran corcel negro a todo galope. Su jinete era sin duda era un caballero, ya que vestía armadura completa y llevaba un gran escudo con una llameante cruz blanca en campo azul celeste y una espada larga a su costado izquierdo. Debía haber sido herido anteriormente porque estaba echado sobre su montura y su armadura y escudo estaban abollados. Únicamente los estribos impedían que cayera de su caballo. El animal siguió su loca carrera por el camino hasta que se paró repentinamente, haciendo que su jinete estuviera a punto de irse al suelo y que despertase debido a la brusca sacudida. 

Cuando consiguió despejar su vista, el caballero vio un panorama muy extraño: ante él había una pequeña aldea completamente desierta. No se veía a nadie por las calles, ninguna luz salía de las ventanas de las casas y nada de humo surgía de sus chimeneas. Tampoco se oía el más mínimo ruido exceptuando los sonidos de la tormenta. Ni siquiera se veían o escuchaban los perros y otros animales que solían vagar por los pueblos abandonados en busca de despojos que comer. Pero lo más sorprendente era que, excepto por esa ausencia total de señales de vida, la aldea no parecía abandonada; al contrario, todos los edificios parecían construidos muy recientemente.

Súbitamente, el corcel, que había estado muy nervioso, se calmó y se puso a caminar al paso hasta el centro de la aldea, parándose delante de la única casa que tenía la puerta abierta. Por ella salía un haz de luz que el jinete no había visto hasta entonces. 

En cualquier otra circunstancia, el caballero habría salido a todo galope de aquel lugar tan extraño, pero estaba muy cansado, sus heridas le dolían mucho, sus ropas estaban empapadas y heladas y por aquella puerta salía un calor muy agradable que le incitaba a entrar. Así que, sin pensárselo dos veces, bajó de su montura y traspasó el umbral. Con bastantes dificultades, avanzó por un pasillo en la dirección de la que venían la luz y el calor. Hasta que llegó a una habitación en la que había una mesa con una silla a cada uno de sus lados, una gran chimenea encendida y, delante de ésta, un gran sillón de espaldas a la puerta. De repente, dicho sillón giró sobre sí mismo sobresaltando al hombre y dejándole ver que estaba ocupado por una mujer, que se levantó y le miró fijamente. Él se quedó paralizado al contemplarla y, a pesar de su cansancio y su dolor, no pudo moverse ni hablar durante un momento. Se trataba de la mujer más bella y exquisita que había visto en toda su vida: era más baja que él y muy esbelta y llevaba un camisón transparente que dejaba ver claramente su maravilloso cuerpo de piel blanca: pechos grandes, redondeados y erguidos, vientre completamente liso, cintura muy estrecha, caderas redondeadas, piernas largas y perfectamente formadas y pies pequeños que llevaba descalzos. Su rostro era tan bello y bien proporcionado como su cuerpo, con labios carnosos y sensuales, nariz pequeña y unos hermosos ojos grandes y brillantes de un azul claro y profundo que parecían atravesarle. Su pelo, suelto y que se adivinaba largo, era rizado y de un color rojizo que brillaba a la luz del fuego. 

Al poco rato de haberse levantado la mujer le dijo: 

Estás cansado y herido y necesitas darte un baño. Ven, sígueme–. Y a continuación se fue por una puerta lateral de la habitación. El caballero se sintió fascinado por aquella voz dulce, suave y sensual y la siguió por un pasillo hasta una puerta cerrada, sin poder apartar la vista de su exuberante melena que le llegaba hasta la estrecha cintura, de su trasero redondeado, erguido y de un tamaño perfecto y de sus esculturales piernas. Ella abrió la puerta y con un gesto le indicó que pasara mientras le decía con aquella encantadora voz:

Báñate y te sentirás mucho mejor, cuando hayas terminado ponte las ropas que encontrarás y deja las tuyas aquí, deben estar heladas.

Cuando él hubo pasado, ella cerró y el hombre vio que se encontraba en un cuarto en el que había una gran bañera de agua caliente con varias hierbas en ella, una chimenea encendida que producía un humo de peculiar pero agradable olor y un taburete con ropas de color negro encima. El caballero se desnudó y se dio un baño muy largo y, mientras se vestía con lo que resultó ser una simple y cómoda túnica que le sentaba a la perfección, notó sorprendido que el cansancio y el dolor habían desaparecido por completo y que sus heridas habían cicatrizado. Inquieto, achacó esto a las hierbas de la bañera y a las que debían estar quemándose en la chimenea y cuando cayó en la cuenta de que las únicas que conocían plantas con tales propiedades eran las brujas, su inquietud se convirtió en miedo y decidió volver a ponerse sus ropas y armadura y salir de allí cuanto antes. Pero todavía no se había quitado la túnica, cuando la puerta se abrió y su anfitriona le dijo:

Ven, acompáñame, te he preparado algo de comer para que termines de recuperar las fuerzas–. Al volver a escuchar su voz y ver su cuerpo, el hombre cayó fascinado de nuevo por ella, se olvidó en un instante de sus recelos y la siguió hasta la habitación anterior, donde había lista una espléndida cena de la que dio buena cuenta sin dejar de mirar a aquella mujer, que por su parte no probó bocado.

En cuanto hubo terminado de comer, ella se levantó y le guió de la mano hacia un dormitorio en el que sólo había una enorme cama y una mullida alfombra. El contacto de su suave mano le había excitado mucho, excitación que aumentó aún más cuando ella se quitó sensualmente el camisón mientras le miraba fijamente. Loco de deseo, él la estrechó entre sus brazos y la besó apasionadamente, llevándola a la cama mientras ella le quitaba la túnica. Una vez tumbados, se pusieron a hacer el amor con verdadera pasión, pero cuando él sintió que empezaba a llegar al éxtasis ocurrió algo muy extraño, en su mente comenzaron a formarse unas terribles imágenes que sustituyeron a las que veían sus ojos:

Una gran plaza repleta de gente e iluminada por cientos de antorchas se abría bajo el cielo nocturno. Y, justo en el centro, había un claro en el que, enterrado en un montón de leña seca y paja, se elevaba un poste de madera que tenía a una persona encadenada a él, cubierta con una túnica con capucha de color negro y a la que la gente de la plaza gritaba enfurecida y lanzaba desperdicios. A un lado del poste, había un grupo de frailes y delante de ellos un hombre con una armadura completa pero sin yelmo, una capa azul celeste con una llameante cruz blanca en ella y una antorcha en la mano. Entre el placer, la sorpresa y el miedo, el caballero reconoció el emblema de su familia en esa capa y el rostro de su padre en su portador. Repentinamente, su padre hizo callar a la muchedumbre y le dijo a la persona encadenada al poste:

No te lo preguntaré otra vez, bruja. ¿Reniegas del diablo y de todas sus obras?– Acto seguido, la mujer levantó la cabeza dejando ver un rostro viejo y lleno de arrugas, cabellos blancos y unos ojos medio cerrados y respondió gritando:

¡Maldito seas y maldita sea toda tu descendencia! ¡Llegará el día de mi venganza!– Al oír esto, su padre prendió con la antorcha la hoguera que había bajo la anciana y se retiró unos pasos atrás. El fuego se extendió rápidamente y pronto pasó al cuerpo de aquella mujer, pero ella lo único que hizo fue romper a reír con carcajadas estridentes y estremecedoras, ante el espanto de la gente reunida en la plaza. Cuando las llamas estaban a punto de alcanzar su cabeza, ella abrió de par en par unos grandes y hermosos ojos azules sin dejar de reír y el hombre, aterrorizado, los reconoció como los de la mujer con la que estaba acostado.

Pocos minutos después, un grupo de caballeros, siguiendo el rastro de su compañero herido, cabalgaron por el mismo camino entre los árboles que había seguido éste. Hasta que llegaron a un gran claro donde lo único que encontraron fue el esqueleto carbonizado de un hombre, junto a una armadura y un escudo con una llameante cruz blanca en campo azul celeste.

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