RELATO: El fraile remensa

Este relato está basado en la aventura “La guerra de los remensas” que escribí para el juego de rol Aquelarre.

 

Nota del editor:

El siguiente texto es la versión en castellano moderno del original, escrito en catalán del siglo XV en un legajo de pergaminos que fue encontrado durante las reformas del Monasterio de San Feliú de Guíxols, Gerona y que ha sido datado por expertos a finales de dicho siglo. 

Ahora que a mis ochenta años siento cercana la hora de mi muerte en este monasterio en el que estoy aislado del Mundo por propia voluntad, he decidido poner por escrito, si Dios lo quiere, los terribles y espantosos acontecimientos de los que fui partícipe en la primavera de 1467 Anno Domini. Supongo que, después de tanto tiempo, todas las demás personas que vivieron dichos hechos habrán fallecido pero aún así, puesto que estoy seguro de que si los hago públicos se me considerará orate o incluso hereje, una vez haya concluido pondré a buen recaudo los pergaminos. Y de esta forma no serán vistos por ojos humanos, a no ser que el Altísimo en su infinita sabiduría disponga otra cosa.

En aquellos tiempos, yo pertenecía a la Orden de Canónigos Regulares de San Agustín, tenía a mi cargo la parroquia de San Quirico de Besora y llevaba una vida bastante tranquila y en nada diferente a la de otros miembros de mi Orden. Así que me sorprendió mucho recibir una misiva del mismísimo obispo de Gerona, Monseñor Joan Margarit, en la que me pedía que me reuniera cuanto antes con él en la capital gerundense. Puesto que no podía desobedecer a la cabeza de la Iglesia en Cataluña, me dispuse a partir en seguida. Pero, consciente de que la guerra entre los nobles catalanes y la Corona de Aragón y las revueltas campesinas contra la nobleza exigiendo la eliminación de los malos usos señoriales hacían que el viaje pudiera ser peligroso, solicité a dos parroquianos con los que tenía muy buenas relaciones que me acompañaran, accediendo ambos. Uno de ellos era un cazador llamado Ricard, un hombre alto, fuerte y muy hábil en su profesión; y la otra una curandera pelirroja de nombre Anna, poco agraciada pero muy inteligente y extraordinariamente versada en plantas y remedios medicinales, lo que había hecho que las malas lenguas dijeran que tenía conocimientos de brujería. Algo que yo, ignorante de mí, pensaba que eran sólo habladurías.

Nos pusimos en marcha en el carro tirado por una mula de la curandera y, gracias a Dios, llegamos sin ningún contratiempo a Gerona, donde me dirigí al Palacio Episcopal junto a la Catedral de Santa María mientras mis compañeros se dedicaban a visitar la urbe. Monseñor Margarit me estaba esperando y, tras recibirme, preguntó si me había enterado de la toma de Bañolas por parte de los rebeldes remensas, algo que era de dominio público. Tras mi afirmación, procedió a explicarme que poco antes de que conquistaran la ciudad un supuesto fraile mendicante llamado Tomás se había unido a los payeses. Y que éste era un hereje que se atrevía a afirmar haber tenido una visión en la que Nuestro Señor Jesucristo se le había aparecido y le había dicho que la causa de los campesinos catalanes era santa, puesto que Dios había creado iguales a todos los hombres y ninguno debía tener privilegios sobre otros. Al parecer, los remensas no sólo le habían creído -a pesar de que todo cuanto decía era herejía-, sino que además afirmaban que era un hombre santo que obraba milagros, algo ante lo que la Iglesia no podía quedarse sin hacer nada. Pero obviamente, mientras el tal Tomás estuviera protegido por los payeses, era muy difícil tomar represalias contra él y esa era precisamente la razón por la que Monseñor me había mandado llamar, después de haber oído hablar muy bien de mí. Me ordenó que viajara hasta Bañolas y convenciera a los campesinos de que quería formar parte de sus huestes, para así averiguar todo lo posible sobre el supuesto fraile, incluyendo si existía alguna manera de capturarle sin tener que entablar combate. Y para protegerme durante el viaje y después del mismo iba a hacer que me acompañara un hombre de su guardia personal, de total confianza. Yo le pregunté si también podían venir conmigo mis dos compañeros de San Quirico. Y aunque al principio no estuvo nada de acuerdo, tras mi insistencia contestó afirmativamente, aunque poniendo la condición de que fueran de fiar y buenos cristianos, lo que le aseguré que eran. A continuación, me despedí, dispuesto a cumplir sus órdenes.

Después de reunirnos los tres con el soldado, un almogávar de aspecto fiero y curtido en batalla y poco hablador llamado Miquel, nos dirigimos hacia Bañolas en el carro de Anna y no tuvimos ningún percance. Hasta que, llegando a las afueras de la ciudad, nos encontramos con cuatro hombres armados que nos dieron el alto y preguntaron para qué íbamos a la urbe. Les contesté tal y como me había aconsejado el obispo y uno de ellos encargó a otro que nos acompañara a ver a Verntallat. Siguiendo al segundo, atravesamos un gran campamento en el que además de hombres equipados con armas había mujeres e incluso algunos niños, todos campesinos por sus ropajes. Y pude oír a Miquel alabando la disposición de dicho campamento y a quien fuera que lo había organizado. Una vez atravesamos las puertas de Bañolas, el almogávar comentó a nuestro acompañante que le extrañaba no ver las señales de destrucción y saqueos tan habituales tras la toma de una ciudad. Y éste le aclaró que casi no había habido combates porque la mayoría de los habitantes se habían aliado con los remensas en contra de los nobles y burgueses que controlaban el concejo.

Al llegar a la plaza principal, vimos la primera muestra de violencia: justo en el centro había cuatro postes de madera y a cada uno de ellos estaba atado el cadáver de un hombre; y en todos los casos llevaban ropas de buena calidad. Nuestro guía nos explicó que eran precisamente los líderes del concejo y nos llevó hasta el edificio desde el que aquellos desgraciados habían gobernado la urbe, donde nos hicieron pasar a una estancia guardada por más hombres armados en la que había varias personas mirando mapas y conversando entre ellas. Una de las cuales nos fue presentada como Francesc de Verntallat, de quien yo sabía que era un miembro de la baja nobleza gerundense, a pesar de lo cual se había unido a los payeses al estar convencido de que su causa era justa y se había convertido en su líder gracias a su inteligencia y dotes para la estrategia, que les habían proporcionado sorprendentes éxitos. Era un hombre alto, fuerte, atractivo y de edad madura, aunque parecía en plena forma física. Y cuando el soldado que nos acompañaba le dijo que éramos nuevos reclutas, nos miró uno por uno de arriba a abajo y, tras su escrutinio, preguntó qué sabíamos hacer. Cada uno explicamos nuestras habilidades y, gracias a Dios, todos siguieron mi consejo y no mencionaron a fray Tomás. Verntallat ordenó a Ricard que se uniera a los batidores; a Miquel que se encargara del adiestramiento militar de los campesinos, buena parte de los cuales jamás habían entrado en combate; a Anna y a mí que nos dedicáramos a ayudar a los médicos del ejército de los remensas con nuestros conocimientos sobre curación; y a nuestro guía que nos enseñara el campamento y explicara todo lo que necesitábamos saber, tras lo cual se despidió de nosotros.

Una vez regresamos fuera de la ciudad y escuchamos al soldado, le comenté que había oído que entre ellos vivía un hombre santo, un fraile llamado Tomás y que, puesto que yo también era religioso, tenía mucho interés en conocerle. Pero me aclaró que aunque se había instalado en la Iglesia Parroquial, Santa María del Turario, no se le podía visitar al estar delicado de salud. Intenté convencerlo de que me permitiera ver al fraile argumentando que a lo mejor Anna y yo podíamos ayudar a curarle, pero replicó que sólo Verntallat podía darnos permiso, así que lo dejé estar. Cuando nos quedamos solos, estando ya muy próximo el anochecer, Miquel propuso aprovechar la oscuridad para colarnos en la Iglesia directamente, pero rechacé su plan por ser demasiado arriesgado y dije que al día siguiente exploraríamos tanto el campamento como la propia Bañolas con la mayor discreción posible. Como supimos después, el almogávar no me hizo ningún caso y dedicó lo poco que quedaba del día a hacer preguntas sobre fray Tomás por su cuenta y riesgo, lo que a punto estuvo de dar al traste con mi misión y acabó metiéndonos en una verdadera pesadilla.

Nos levantamos con el alba como era costumbre entre los payeses y poco después del desayuno un hombre nos dijo que Verntallat quería vernos. Así que acudimos al edificio del concejo, donde el líder remensa nos dijo que el hecho de que hubiéramos estado haciendo preguntas sobre el fraile le hacía pensar que teníamos intenciones ocultas. Y que para asegurase de que podía fiarse de nosotros iba a encargarnos un cometido, de cuyo resultado dependería nuestro futuro entre ellos: un campesino de una aldea cercana había pedido ayuda a los remensas y nos íbamos a encargar de hacer todo lo posible por proporcionársela.

El aldeano, que se presentó como Antoni, estaba esperándonos fuera del campamento en un carro muy parecido al de Anna y nos pusimos en marcha bordeando el Lago de Bañolas en dirección al noroeste, hacia el Bosque de Can Ginebreda según nos dijo nuestro acompañante. Tras algo menos de media hora de viaje, durante el cual Antoni nos contó que un niño de su aldea, llamado Jordi y de nueve años de edad, había desaparecido sin dejar rastro el día anterior y no habían sido capaces de encontrarle, llegamos al límite oriental de dicho bosque. Allí encontramos una pequeña aldea formada por unas cuantas cabañas de madera, unos huertos de escaso tamaño y un corral con cabras. Todos los habitantes salieron a recibirnos y después de ofrecernos vino, pan moreno y queso de cabra nos presentaron a los pobres padres de Jordi, que lógicamente estaban muy angustiados. Cuando hablamos con ellos, nos relataron que la última vez que alguien había visto al pequeño estaba jugando solo en la linde de la foresta mientras su madre le vigilaba, pero ésta le había perdido de vista mientras tendía unas ropas y, al volver a mirar, el niño ya no estaba. Pensaron que seguramente se había internado en el bosque a pesar de que se lo tenían prohibido expresamente y le habían buscado durante horas, sin conseguir encontrar el menor rastro. Cuando les pregunté si dicha foresta era un lugar peligroso y hasta dónde habían llegado en la búsqueda, detecté algo raro en su respuesta y deduje que no estaban contando toda la verdad, por lo que les dije que no podríamos ayudarles si nos mentían u ocultaban información. Muy avergonzados, admitieron que sólo habían buscado cerca de los límites del bosque, puesto que tenían verdadero pánico a una espantosa criatura humanoide que vivía en lo más profundo de la espesura y a la que varios de ellos habían visto al internarse en la misma, razón por la cual decidieron pedir ayuda a los remensas.

Estaba seguro que todo aquello no eran más que absurdas supersticiones campesinas y así lo afirmé, pero mis compañeros, especialmente Anna, no estaban de acuerdo. Empecé a pensar que tenían razón cuando Ricard, después de investigar en la linde del bosque, encontró unos rastros de lo más peculiar: un par de huellas de pequeños pies que debían pertenecer a Jordi se internaban entre los árboles y se juntaban con otro par; el problema es que este último correspondía a pezuñas hendidas como las de una cabra. La curandera dijo que todo parecía indicar que el niño había sido secuestrado por una bruja demoníaca, un ser impío que en Galicia era conocido como meiga bruxa y era fruto de la relación antinatural entre una bruja humana y un demonio del Infierno. Yo recordé haber leído sobre dichas criaturas en un tratado de demonología y me sorprendió que una campesina tuviera conocimientos sobre semejante tema.

Ricard aseguró ser capaz de seguir el rastro, así que fuimos tras él hasta que se detuvo y nos enseñó que las huellas de pies desaparecían mientras que las de pezuñas se hacían un poco más profundas, lo que indicaba que el infante había sido levantado en brazos. Continuamos adentrándonos en el bosque, cuyos árboles se iban haciendo cada vez más frondosos hasta el punto de que casi no podíamos ver la luz del sol, algo que no contribuyó precisamente a calmar nuestros ánimos, alterados desde el descubrimiento de las extrañas huellas. Llevábamos una media hora andando en aquella oscura foresta, cuando Ricard volvió a pararse con cara de sorpresa y dijo que las pezuñas habían desaparecido por completo, además de hacernos notar que en aquella zona había un silencio total, nada natural en un bosque. Cada vez más nerviosos, nos pusimos a buscar a nuestro alrededor, hasta que el cazador descubrió a ras de suelo una trampilla de madera bastante grande pero muy bien escondida bajo la maleza, que estaba cerrada y tenía una cerradura metálica. Ordené que la abrieran y Miquel intentó forzarla con una ganzúa, pero no tuvo éxito y al final no le quedó otra que romper la tabla a golpes de hacha que resonaron por todo el lugar. Una vez el hueco fue lo suficientemente ancho, vimos que daba a unas escaleras que descendían en la oscuridad, pero antes de bajar decidí celebrar la Santa Misa en aquel mismo lugar para pedir a Nuestro Señor protección contra las artes del Maligno.

Tras encender unas antorchas, fuimos descendiendo con mucho cuidado y en fila: Miquel en primer lugar, luego Anna y yo y, por último, Ricard. Y nos encontramos en un túnel tan estrecho y bajo que sólo cabíamos de uno en uno y debíamos andar encorvados, incluso yo con mi escasa estatura. Al otro lado de la galería podíamos ver una luz y nos dirigimos hacia ella sin preocuparnos por no hacer ruido, ya que estaba claro que los hachazos habrían sido escuchados por cualquiera que estuviera allí. El túnel terminaba en una gran habitación más o menos circular excavada en la roca y lo que vi en ella a la luz de unos candelabros sujetos a la piedra sigue apareciendo en mis pesadillas tantos años después: las paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de toda clase de objetos, desde habituales como cajas, frascos, redomas o legajos de pergaminos a espantosos como botes en los que había partes de animales, humanos y otros seres cuya procedencia no me atrevo a adivinar; y del techo colgaban esqueletos de personas de distintos tamaños y toda clase de animales disecados. En el centro de aquella abominable estancia, que además apestaba de manera terrible a una mezcla indeterminada de repugnantes olores que a punto estuvieron de hacerme vomitar, se encontraba un altar de piedra negra cubierto por grabados representando a criaturas infernales. Y, tumbado boca arriba en él, había un infante desnudo que correspondía a la descripción de Jordi y que estaba totalmente inmóvil y con los ojos cerrados. Detrás de dicho altar, vimos lo que podría haber pasado por una anciana de muy baja estatura, horriblemente fea y cubierta con harapos negros, de no haber sido porque tenía patas de cabra, garras afiladas en las manos y ojos rojos que nos miraban de forma malévola.

Antes de que nadie pudiera hacer algo, Ricard echó a correr hacia la salida del túnel como alma que llevaba el diablo mientras chillaba despavorido. Pero Miquel no se dejó sorprender por ello y cargó con su hacha hacia aquel monstruo que, con una calma asombrosa, señaló la pierna derecha del almogávar, a la vez que metía su otra mano bajo su ropa como si agarrara algo y musitaba unas palabras que no pudimos escuchar. Acto seguido, Miquel cayó al suelo sujetándose la extremidad señalada entre alaridos de dolor como si estuviera rota. Por su parte, Anna apuntó a la criatura con su mano derecha mientras con la izquierda sacaba un frasquito de vidrio de uno de sus bolsillos y lo estrellaba contra el suelo, pero lo único que consiguió con aquel extraño proceder que me olió a brujería, fue que el engendro se echara a reír con una risa escalofriante, tras lo cual dirigió una de sus garras hacia la mujer y la giró. La curandera se derrumbó doblándose sobre sí misma y agarrándose la barriga entre gritos y gemidos de dolor, que me recordaron a los que lanzaban las parturientas. Aquella abominación volvió a carcajearse mirando a la pobre Anna con expresión de triunfo, lo que Miquel aprovechó para sobreponerse al dolor y lanzar su hacha con todas sus fuerzas hacia la maligna criatura, clavándosela justo en el pecho. Aquel ser fue derribado por la potencia del impacto, que habría matado a cualquier persona, pero sobrevivió ya que pude escuchar como gritaba unas palabras en latín. Me avergüenza reconocer que durante estos espantosos acontecimientos yo, completamente aterrorizado, me había limitado a apretarme contra la pared más lejana al engendro, agarrar con fuerza mi crucifijo y rezar al Altísimo en voz baja. Pero cuando oí lo que chillaba supe, gracias a mis estudios de demonología, que estaba realizando una invocación a un demonio superior, un ser que no debía aparecer en nuestro mundo de ninguna manera. En ese momento, saqué fuerzas de flaqueza, Nuestro Señor me dio valor y decidido a impedir que aquel monstruo cumpliese su objetivo costara lo que costase, me lancé corriendo hacia él y planté el crucifijo en su frente. Su piel chisporroteó como si le hubiera aplicado metal al rojo vivo y despidió un nauseabundo olor a carne quemada que me mareó, pero con un postrer grito que me heló la sangre en las venas la demoníaca criatura murió por fin.

Anna y Miquel se levantaron en perfecto estado, como si nada hubiera pasado y pudimos comprobar que Jordi seguía igual que antes, así que fui a verificar si estaba vivo, rezando a San Nicolás, patrono de los niños, porque así fuera. En el instante en que toqué su pecho, abrió los ojos lanzando un espeluznante alarido de dolor y, revolviéndose salvajemente, me propinó una tremenda patada en el estómago que me lanzó literalmente volando contra una pared y me hizo vomitar. Cuando me hube recuperado, pude ver que el pequeño había vuelto al estado de inconsciencia, pero donde le había tocado se apreciaban quemaduras con la forma de mis dedos. Todo aquello me convenció de que Jordi estaba poseído por un ser demoníaco, lo que comenté a mis compañeros, obteniendo la conformidad de Anna. Ella se puso unos guantes y con mucho cuidado cogió al niño, que no reaccionó, cubriéndolo con su capa, tras lo cual todos volvimos a la superficie. Allí nos estaba esperando un avergonzado Ricard, que pidió disculpas y dijo que al entrar en la habitación había sufrido un terrible ataque de pánico, pero le tranquilicé explicándole que sin duda había sido víctima de la magia negra y que, por tanto, no debía estar abochornado.

Regresamos a la aldea por el camino que nos había llevado hasta allí y aproveché el viaje para, algo separados de los demás de modo que no nos escucharan, interrogar a Anna sobre lo que había hecho en aquella habitación de pesadilla, concretamente cuando tiró el frasquito al suelo. Tras comprobar que nuestros compañeros no podían oírnos, reconoció a regañadientes que había intentado llevar a cabo un hechizo y que tenía conocimientos de magia, aunque únicamente de la blanca, aquella que se usa exclusivamente para hacer el bien. Después de reflexionar durante un tiempo sobre su respuesta, le advertí que, so pena de excomunión, a partir de entonces sólo debía usar la hechicería para combatir a seres malignos, siempre que no fueran humanos. Y le dije que tenía que oírla en confesión lo antes posible.

Al llegar con Jordi a la aldea, contamos a sus habitantes lo acontecido y sus propios padres, lógicamente muy asustados y angustiados, me pidieron que realizara un exorcismo a su hijo. Pero, desgraciadamente, yo no poseía los conocimientos necesarios para llevarlo a cabo y así lo dije. Ellos mismos sugirieron que lleváramos al niño a fray Tomás, de quien habían oído decir que era un santo, para que lo exorcizara. Y aunque en principio me negué en redondo, sus súplicas y la opinión favorable de mis compañeros, que dijeron que así se demostraría si el fraile remensa era realmente un hombre de Dios, acabaron por convencerme.

Después de que yo oyera en confesión a Anna, regresamos los cuatro con Jordi a Bañolas, donde fuimos directamente al edificio del concejo para relatar a Verntallat todo lo ocurrido. Puesto que se negó rotundamente a creernos, no me quedó otro remedio que volver a tocar al pobre infante -poniendo esta vez buen cuidado en colocarme detrás de él para evitar que me alcanzara con sus extremidades-, mientras Miquel lo tenía bien sujeto. Como había pasado en aquel impío altar, el niño abrió los ojos chillando de dolor y se retorció con tanto ímpetu que a punto estuvo de soltarse de los fuertes brazos del almogávar. Y, nuevamente, la marca de mis dedos quedó como si fuera una quemadura en su piel. Al presenciar esto, Verntallat, al igual que el resto de los presentes, palideció visiblemente. Y con voz entrecortada pidió que le acompañáramos a la Iglesia Parroquial, en cuya puerta esperamos con Jordi -una vez más totalmente calmado-, mientras el líder remensa entraba en busca del supuesto fraile santo.

Al poco rato, Verntallat apareció junto a un hombre al que presentó como fray Tomás. De edad avanzada, bastante alto y muy delgado; vestía únicamente el hábito de los franciscanos y unas sandalias, un rosario de madera de lo más sencillo colgaba de su cuello y llevaba los escasos cabellos y la barba tan largos que casi parecía un ermitaño. Con rostro lleno de preocupación, examinó detenidamente al infante sin tocarlo y tras persignarse dijo que, efectivamente, todo parecía indicar que estaba poseído. Acto seguido, pidió a Verntallat que esperara en la puerta de la iglesia con Jordi y a nosotros cuatro que le acompañáramos al interior para celebrar la Santa Misa, tras la cual bendijo el cuchillo de Ricard, el hacha de Miquel y el cayado de Anna, aunque yo no podía imaginar sus motivos para hacer semejante cosa. Cuando hubo terminado, regresamos al exterior y fray Tomás pidió que trajeran unas cadenas no muy grandes, lo justo para encadenar al niño, petición que fue atendida al punto, aunque me pareció algo muy exagerado y estoy seguro que el resto de los presentes opinaba como yo.

Pronto se demostró que el fraile tenía razón, porque en el mismo instante en que Miquel -seguido por fray Tomás, Anna, Ricard y yo- entró en la iglesia llevando a un encadenado Jordi en brazos, el pequeño comenzó a chillar como un cochino en la matanza y a revolverse con una fuerza realmente sobrehumana, por lo que sin duda habría escapado del almogávar de no haber estado preso por las cadenas. Por su parte, Verntallat, aún más pálido que antes, dijo desde la puerta que él y sus hombres esperarían fuera, puesto que las armas no valían de nada en semejante situación. Siguiendo órdenes de fray Tomás, Miquel dejó sobre el altar al infante, que siguió gritando y sacudiéndose de tal manera que ponía el vello de punta. Cuando el almogávar lo hubo colocado allí, el fraile explicó que iba a iniciar el ritual del exorcismo y que durante el mismo debíamos colocarnos los cuatro detrás de él y rezar, sin importar lo que ocurriese. También nos advirtió que el maligno ser que poseía a Jordi haría lo posible por asustarnos y minar nuestra moral, pero que debíamos aguantar en cualquier caso, confiando en que el poder del Altísimo sería más fuerte que el de aquella criatura infernal. Y que, seguramente, en cualquier momento del ritual el demonio le atacaría físicamente para interrumpirle o invocaría a entes que lo harían en su lugar, ante lo cual teníamos que defenderlo usando nuestra fe y las armas que había bendecido.

Fray Tomás se situó frente al altar en el lado opuesto al habitual y nosotros, siguiendo sus instrucciones, nos colocamos a pocos metros tras él. El fraile comenzó el ritual del exorcismo, que tal y como demostró sabía de memoria, rezando en silencio con los ojos cerrados. Y eso dio comienzo a una serie de espantosos, diabólicos y extraordinarios sucesos que ocurrieron a lo largo de un ceremonial de varias horas de duración, aunque no sabría decir exactamente cuántas porque llegó un momento que perdí la noción del tiempo.

En primer lugar, se apagaron súbitamente todas las velas de la iglesia y pude sentir una brisa helada proveniente de ninguna parte, pero afortunadamente aún era de día, poco después de la hora del almuerzo. Mientras el fraile mezclaba la sal y el agua que había bendecido anteriormente en la Santa Misa, el cuerpo del infante, que desde que habíamos entrado en la iglesia no había parado de chillar con la misma e inusitada potencia, se sacudió con fuerza. Imperturbable, fray Tomás se acercó a él y le roció con la mezcla, provocando que el niño redoblara sus esfuerzos con tal violencia que terminó rompiendo las cadenas, afortunadamente cuando el religioso ya no estaba a su alcance. Éste último se arrodilló, siguiendo el resto su ejemplo, y recitó unas largas letanías a las que íbamos contestando. Entretanto, el cuerpecito de Jordi, que por fin había dejado de gritar, se dobló hacia atrás de una forma antinatural hasta tocar a la vez el altar con los pies y la parte posterior de la cabeza; y en esta aberrante postura lo fue recorriendo ante el espanto de nosotros cuatro. No incluyo al fraile porque continuó rezando durante bastante tiempo como si no pasara nada y cuando se acabaron las letanías se puso de pie -lo que también hicimos los demás-, tras lo cual recitó en voz alta una extensa serie de salmos. Mientras duraron éstos, mis tres compañeros y yo volvimos a orar para nuestros adentros y, al menos en mi caso, a punto estuve de equivocarme por la impresión que recibí al ver a Jordi alzarse en el aire casi tres pies y medio y, con una voz cavernosa totalmente impropia de su edad, proferir al exorcista un buen número de terribles ofensas que no pienso escribir en este pergamino por puro pudor. La siguiente fase del ritual consistió en que fray Tomás realizó la proclamación del Evangelio según San Juan, ante lo cual el niño, ahora de pie en el altar, orinó y defecó en él mientras lanzaba unas carcajadas realmente diabólicas. Aquella suciedad apestaba de tal manera que tuve que aguantarme las ganas de vomitar, pero el fraile, con la misma impasibilidad, volvió a acercarse al infante y, poniendo sus manos sobre la cabeza del pequeño, continuó con sus oraciones. Jordi abrió mucho la boca y lanzó un repugnante torrente de vómito verdoso y maloliente encima del pobre hombre, que hizo caso omiso y, después de un buen rato, regresó -sin limpiarse siquiera-, a su posición original. Una vez allí, llevó a cabo la recitación del Símbolo y, aunque esta vez el demonio no obligó al niño a cometer actos impíos, escuché dentro de mi cabeza la cavernosa voz de antes diciéndome que era un pecador y recordándome uno por uno todos los pecados que había cometido hasta entonces. Gracias a mi fe y a mi fuerza de voluntad conseguí aguantar sin problemas, pero creo que ese no fue el caso de Anna, que se puso a orar prácticamente a gritos con una voz temblorosa por el miedo y supongo que también por la vergüenza; ni tampoco el de Miquel, que lloraba desconsoladamente mientras intentaba seguir rezando. Tras la recitación del Símbolo, fray Tomás procedió a invocar a Nuestro Señor Jesucristo, pidiéndole ayuda para derrotar al demonio. Y la respuesta de éste último fue hacer girar en redondo y muy despacio la cabecita del pobre Jordi, algo que me puso el vello de punta. El exorcismo continuó con el religioso sujetando en alto su crucifijo en dirección al niño mientras le bendecía, ante lo cual éste dijo con la diabólica voz que ya conocíamos que todo aquello le excitaba sexualmente -aunque usando palabras mucho más gruesas- y se tocó sus partes pudendas como si se estuviera dando placer a sí mismo. Una vez más, el fraile no reaccionó ante tan odiosos y repugnantes actos y procedió a recitar lo que con el tiempo aprendí que eran las fórmulas del Exorcismo Mayor: en la primera, llamada deprecativa, el religioso invoca al Altísimo y a Nuestro Señor Jesucristo para que le ayuden en su virtuosa tarea. Y en la segunda, conocida como imperativa, ordena al demonio que abandone el cuerpo del poseído en nombre de Aquel que venció a su señor Satanás. Fray Tomás, cada vez más visiblemente agotado, repitió las fórmulas varias veces y a cada una de ellas Jordi, de nuevo postrado en el altar, gritaba pidiendo ayuda, lloraba y se retorcía de forma que daba lástima verlo.

Como ninguno de los presentes hizo nada para auxiliar al pequeño, el maligno ser que lo poseía dejó de fingir y el infante volvió a alzarse en el aire, pronunciando con aquella voz cavernosa unas palabras en una lengua desconocida para mí. Acto seguido, a cada lado del altar las sombras que proyectaba la luz del día se arremolinaron formando una figura humanoide sin rasgos discernibles y de altura media para una persona, que se abalanzaron hacia el exorcista, el cual continuaba recitando las fórmulas sin descanso. Afortunadamente, tanto Miquel como Ricard fueron aún más rápidos y se interpusieron, atacando con sus armas a esas criaturas, a las que reconocí como demonios elementales de la oscuridad gracias a mis estudios sobre demonología. Y supe que si el ser que había poseído al pobre Jordi era capaz de invocarlos, debía contarse entre los primeros de la jerarquía demoníaca y tenía tal poder que todos en aquella iglesia estábamos en grave peligro de muerte, o lo que es peor, de perder nuestras almas inmortales. Mientras fray Tomás seguía con las fórmulas y yo rezaba, Ricard y Miquel luchaban contra las sombras sin que parecieran causarles daño alguno, pero una de ellas tocó al cazador y éste quedó totalmente paralizado. Gracias a Dios, Anna señaló a la criatura gritando lo que supuse era un hechizo y ésta desapareció sin dejar rastro, recuperando Ricard la facultad de moverse. La otra sombra también se desvaneció poco después, por lo que deducí que el hacha bendecida del almogávar realmente la había dañado.

Después de que aquellos seres hubieran desaparecido, el niño lanzó un tremendo aullido que parecía imposible que fuera emitido por una garganta humana y erizó todo mi pelo, cayó bruscamente sobre el altar y de él surgió una fortísima ráfaga de viento que apestaba a azufre y que levantó por los aires al fraile. Éste salió despedido hacia atrás a gran altura, chocó contra la pared de entrada de la iglesia con un estremecedor ruido a huesos rotos y cayó al suelo desmadejado. Obviamente, todos salimos corriendo hacia él y, al examinar su maltrecho cuerpo, tanto Anna como yo comprobamos que estaba al borde de la muerte. Escupiendo sangre, fray Tomás consiguió susurrar de forma entrecortada que había vencido al demonio y lo había expulsado de vuelta al Infierno, tras lo cual falleció.

Ni que decir tiene que los cuatro estábamos muy impactados por todo lo ocurrido y también tremendamente afligidos por la muerte del religioso, o al menos eso creía yo. Y después de constatar que Jordi estaba perfectamente y dormía como si estuviera en su lecho, la curandera lo cogió en brazos -a lo que no reaccionó-, lo envolvió en su capa y todos salimos para relatar a Verntallat los terribles y extraordinarios acontecimientos acontecidos en aquella iglesia. Los remensas se hicieron cargo del niño y del cadáver de fray Tomás y mis compañeros y yo nos retiramos a nuestros aposentos del campamento para comer algo y descansar y, al menos en mi caso, reflexionar sobre lo que había pasado para decidir lo que le iba a contar al obispo cuando regresara a Gerona.

Horas después, nos reunimos en la otra iglesia de Bañolas, la del Monasterio de San Esteban, donde, a petición de Verntallat, tuve el honor de oficiar el funeral del fraile remensa. Prácticamente todo el ejército de payeses nos acompañó al cementerio y asistió al entierro, que terminó justo cuando empezaba a anochecer. Al volver al campamento, declaré mi intención de regresar a Gerona a la mañana siguiente pero, para mi sorpresa, Anna y Ricard dijeron que, tras haberlo pensado detenidamente, habían decidido quedarse con los remensas y formar parte de su ejército.

Acababa de amanecer cuando Miquel y yo nos pusimos en camino en el carro de la curandera, que había tenido la amabilidad de prestárnoslo, y durante el viaje el almogávar confesó que Monseñor Margarit me había engañado: su verdadero plan era enviar a Miquel a matar a fray Tomás y todo lo demás no era sino una manera de ocultar dicho cometido, de forma que convencer a los remensas fuera más sencillo, como así había sido. Lógicamente me costó reprimir la ira cuando me enteré de la verdad, que no hizo sino reafirmar la decisión que había tomado en el campamento. En cuanto llegamos a Gerona, me despedí de mi compañero, que juró sobre la Santa Biblia no contar a nadie la historia de Jordi y el exorcismo y fui a ver al obispo, al que mentí descaradamente -posteriormente hice penitencia por ello,- contándole que no había logrado averiguar nada nuevo sobre fray Tomás y que éste había fallecido de unas fiebres, algo que complació mucho a Monseñor.

Después de todo lo que me había ocurrido y lo que había presenciado durante esos días infaustos, decidí pasar el resto de mi existencia retirado del Mundo, así que abandoné la Orden de Canónigos Regulares de San Agustín, me marché de San Quirico de Besora, ingresé en la Orden de San Benito y me establecí en este monasterio del que no he salido en veinticinco años ni lo haré jamás.

Monasterio de San Feliú de Guíxols, 1492 Anno Domini

  

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